FORMACIÓN DE PROFESORES: ESBOZO DE SEIS DESAFIOS



LUIS RAMÍREZ VERA
Departamento de Fundamentos de la Educación
Universidad Católica del Maule, Chile
lramirez@ucm.cl




Preámbulo:

A partir de la experiencia acumulada durante años de ejercicio docente en la formación de nuevos profesores, aun a riesgo de aparecer como una serie de apreciaciones sin rigurosidad científica, es posible y necesario tratar de expresar una percepción, una suerte de idea que queda, que se reitera y amplía en el tiempo, y que permite levantar un esbozo o esquema de desafíos por discutir. Al arrancar estos desafíos de falencias o debilidades más o menos evidentes en nuestro ejercicio, obligan y merecen nuestra atención. La susceptibilidad de traducirse en investigaciones que demuestren, empíricamente, la irrefutable necesidad de asumirlos, no anula un primer planteamiento en este estado de simple percepción inicial. Vale la pena hacerse cargo de ellos en una universidad como la nuestra que, desde sus orígenes como Escuela Normal Rural, sede de la Pontificia Universidad Católica de Chile, luego, hasta la universidad diocesana autónoma que es hoy, ha sido y es principal referente de formación pedagógica en la región y en esta parte de la zona central de Chile. Se presenta, a continuación, un planteamiento muy sucinto de cada uno de estos desafíos y se agrega, a modo de propuesta proyectada en el tiempo más o menos inmediato, una posibilidad genérica de asumirlos.



¿Estudiar para aprender? o ¿cumplir para aprobar?

Ciertamente la cultura del cumplimiento desborda a la realidad de los estudiantes de pedagogía. Ésta se ha instalado notoriamente entre los aprendices de la mayor parte de las carreras del espectro de la educación superior y podría señalarse, con alguna riesgosa conformidad, que siempre fue así. Se pierde, entonces, un poco la conciencia de la eficacia de una educación que tiene carácter profesional, que está llamada a preparar a sujetos probadamente competentes en el área en la que habrán de desenvolverse. Esto es particularmente delicado en los estudiantes de pedagogía, habida cuenta de las demandas que la sociedad habrá de plantearles en su calidad de agentes sociales de primera importancia. Tras ello asoma una falta de conciencia respecto de que es imposible dar lo que no se tiene y, más grave aun, la constatación de que educar no posee la relevancia que debiese tener, en especial si es entendida la educación como palanca para el desarrollo y la consecución del progreso. Permea nuestros procesos educativos un evidente afán por cumplir, a veces, sin importar mucho el procedimiento, y todos los poderosos recursos técnicos que hoy están al alcance de la mano, parecen exacerbar esta situación porque, precisamente, la facilitan, sin mayor esfuerzo. La correcta conciencia de que la dinámica que debe mover al futuro profesor es estudiar para aprender y, por lo tanto, aprobar, destacándose en su desempeño, es el desafío ante el cual debemos reaccionar ahora mismo y, también, en los próximos años. Recobran importancia aquí las evaluaciones significativas de síntesis para constatar los aprendizajes que son irrenunciables de conseguir por cada estudiante en todo curso, aunque ello requiera de reformas a los reglamentos evaluativos. Se trata de una decisión que va más allá de lo puramente cuantitativo, de lo que representa un promedio numérico que indica haber aprobado, pero que no evidencia –necesariamente– haberse  apropiado  del  aprendizaje  esencial. No siempre el promedio aprobatorio es suficiente. Aprobar el curso debe ser la demostración objetiva de que se aprendió aquello que debió ser aprendido.


Síndrome de la “carpeta cerrada”

Curso aprobado, curso olvidado, repiten muchos estudiantes. Síndrome de la carpeta cerrada le hemos llamado nosotros. El equivalente al ritual de la secundaria de deshacerse de apuntes y cuadernos, quemándolos al finalizar el año, no puede reiterarse en la educación superior, aunque sea de manera tácita y no socializada. Prima en ello una carencia evidente, una falta de noción de proceso educativo en el cual, cualitativa más que cuantitativamente, es necesario aprehender, apropiarse de los fundamentos y cuestiones más sustanciales del itinerario formativo, para llegar a ser educador. Un empeño homólogo es necesario tener frente al tema de las prácticas pedagógicas. En las carreras de pedagogía es relativamente fácil comprobarlo año tras año, por ejemplo, cuando al llegar a los cursos de Orientación Educacional en tercero o cuarto año, los conocimientos y experiencias previas de Psicología del Desarrollo o del Aprendizaje, muy importantes para esta nueva situación de enseñanza-aprendizaje, se han olvidado o constituyen, las más de las veces, un vago recuerdo. ¿Cómo se educa, entonces, a una persona que no se conoce? No diferente es la situación de algunas didácticas o cursos de evaluación educativa respecto de la experiencia del curso de Currículo o Fundamentos de la Educación. Una arista importante del problema toca directamente nuestros manejos en el ámbito evaluativo, en la validez y confiabilidad de los instrumentos que estamos usando, en la congruencia entre objetivos propuestos e instrumentos para evaluarlos. Todo esto, aun cuando la nota aprobatoria o reprobatoria solo será un índice aproximado de lo que verdaderamente aprendió un estudiante. El tema también pasa por la concepción de aprendizaje que manejemos y, a veces, por el olvido de su carácter relativamente permanente, por lo tanto, por la necesidad de retroalimentación y, aunque parezca utópico, por el empeño autónomo y hasta autodidacta que seamos capaces de fomentar en nuestros jóvenes. Se asocia a la convicción del acertado diagnóstico en quien forma a profesores. La puesta en práctica de evaluaciones intermedias en el proceso de formación, que vayan demostrando cuánto queda de aprendizaje y, la posibilidad cierta de tomar las medidas remediales que corresponda (si la carpeta se cierra) que propusiéramos al equipo de trabajo que proyectó la última de nuestras pedagogías y que hoy empieza replicarse en otros programas, parece una adecuada, aunque –también– relativa solución.


Lo aparentemente innecesario de apropiarse de un léxico técnico pedagógico


Hoy parece no discutirse que la capacidad de elementalizar de un profesional de la educación forma parte de sus competencias a destacar. Hacer inteligible, para el que aprende aquello que por naturaleza resulta complejo y conseguir con ello el aprendizaje que se busca, es una cualidad en la que no se puede reparar. Si embargo, a propósito de esta falta de ambición por apropiase de nuevos conocimientos, es posible constatar en estudiantes de cursos superiores de pedagogía y también en  profesores  recién  nacidos  y  experimentados, una falta de manejo del léxico técnico pedagógico que revele su condición de especialistas (y por qué no de expertos) en materias de educación formal. Si a cualquier persona ajena al mundo de la pedagogía se pregunta ¿qué es enseñar?, ¿qué es aprender?, ¿qué es un objetivo de aprendizaje? ¿qué es un método?, es razonable aceptar como respuestas: transmitir conocimientos, saber lo que antes no se sabía, un fin (una meta) y un camino a seguir, mas, de un estudiante avanzado de pedagogía, sobretodo de un profesor, no resulta aceptable. Lejos de cualquier inclinación fundamentalista, es necesario hacerse cargo de trabajar, usar y evaluar permanente y consistentemente las palabras clave del lenguaje pedagógico. Hacen falta buenos glosarios y diccionarios de pedagogía. Sigue pareciendo inconcebible que la antigua expresión pasar materia, sea una de las expresiones más reiteradas en boca de futuros profesores, de profesores y hasta de autoridades en educación. Los trabajadores de la tarea más importante de la historia están obligados a comunicarse en una forma que revele la trascendencia de su misión.


Ortodoxia en el pensar y diseñar el proceso de enseñar y aprender

Se ha instalado en las escuelas de pedagogía, en especial en las oficinas que orientan y supervisan las prácticas pedagógicas en sus diversos niveles, una cierta actitud rígida respecto de los modelos que han de ser usados para constatar los diferentes tipos de planificaciones, que va más allá del rigor y disciplina que, evidentemente, este tipo de tareas deben exhibir, cayendo en cierta inflexibilidad y en la justificación de una evidente ortodoxia de diseño (es así cómo se hace). Una consecuencia bastante clara de esta actitud formadora afecta de manera directa a los estudiantes que desarrollan sus prácticas finales y enfrentan esta última instancia de aprendizaje en las diferentes comunidades educativas en que son destinados, en muchas de las cuales se replica un poco de lo mismo. Sucede que el modelo que se me exige en la escuela es éste y en mi centro de práctica es este otro, ¿Cómo hago para no arriesgar una mala calificación? A veces ocurre que las posiciones divergentes, incluso, están entre los distintos académicos de las mismas escuelas de pedagogía. Tratamos de imponer el infinitivo o el indicativo en la redacción de la conducta de aprendizaje de los objetivos y se olvida otras cosas fundamentales como que éstos sean expresados en función del alumno que aprende, asignándoles la claridad de forma y fondo de que deben estar dotados, principalmente, en razón de su condición de parámetros a la hora de evaluar. Se sacraliza la tecnología y se olvida su papel de subsidiaria, se ataca la lección magistral y se cae fácilmente en el activismo, sin mayor coordinación ni control. ¿Se hará, acaso, necesario, al menos en lo que a pensar y planificar el hecho educativo se refiere, no olvidar o volver a actualizar principios que en este empeño deberían parecer irrenunciables? Creemos, enfáticamente, que sí. Flexibilidad y todo lo que ello significa, habida cuenta de la naturaleza propia de este trabajo: un plan preparado para ser modificado y complementado cuando sea necesario hacerlo, para el cual se tenga alternativas ante algún imponderable que no obligue a suspender el proceso docente. Realismo y todo lo que ello significa: características del grupo curso, edad evolutiva de los aprendices, tiempo y recursos disponibles y, por sobre todo, coherencia y lo que ello, gravemente, significa: nada menos que el diálogo y la sintonía de forma y de fondo de todos los elementos involucrados en la actividad curricular.

Necesidad de enseñar a partir de la naturaleza propia de cada disciplina

Sin necesidad de que el Ministerio de Educación repare en ello insistentemente cuando, en fechas de llamados a licitación para cursos de perfeccionamiento o capacitación pedagógica a las universidades, reitera que los profesores enseñan de espaldas a la naturaleza epistemológica de las materas que enseñan, antes de eso y sin mayor dificultad es posible percatarse de esta falencia que sigue sin ser atendida pertinentemente y que, en la formación de profesores, no es considerada con la importancia que realmente tiene. No basta un buen curso de Fundamentos de la Educación o el específico de epistemología de la disciplina en cuestión, si no se hace el ejercicio de conexión explícita y práctica con lo didáctico, es decir de cómo esa reflexión teórico filosófica va congruentemente de la mano con su proyección en el saber hacer lo que se sabe, es decir, en la capacidad de enseñar una determinada disciplina. Los caracteres y naturaleza del conocimiento que arrancan de la condición del objeto material de cada ciencia no pueden ser ignorados al momento de la enseñanza. Cada materia, conforme su naturaleza, requiere de particulares estrategias metodológicas para ser enseñada y aprendida. A veces queda la sensación de que todo se enseña igual y, si hay diferencias, se ignora por qué están y de dónde arrancan. Falta hacerse cargo de asumir que cada ciencia es esencia, también en el proceso de ser enseñada. Si no enfrentar este desafío (o hacerlo inadecuadamente) es ya una dificultad formativa, más lo será como consecuencia en el ejercicio de la profesión docente de los que son hoy nuestros estudiantes de pedagogía. Falta el puente entre la pura reflexión epistemológica y la definición del problema didáctico. Un asunto que, hasta ahora, las didácticas específicas no han llegado a resolver.

La visión transversal, un buen discurso no encarnado en la clase

Cuando en el contexto de la reforma educacional se declararon, incluso con solemnidad, los llamados OFT (hoy OAT), se intentaba hacer explícita la consubstancialidad de los procesos de educar sistemáticamente y orientar, y de comprometer en esta responsabilidad a todos los profesores, más allá de la disciplina en la que son especialistas. Entonces orientar -es decir, educar- desde la disciplina que se enseña, fue la idea de lo que hoy parece seguir siendo una cuestión pendiente. Los formadores de profesores hemos carecido, hasta ahora, de los argumentos y estrategias que permitan que los profesores de todas y cada una de las disciplinas del currículo miren transversalmente la educación que les dan a sus estudiantes y traspasen, con autoridad, las fronteras de su ciencia. En esto, los OAT pertinentemente atendidos son una poderosa herramienta. Que los estudiantes de pedagogía y los maestros se convenzan de que más allá de la Química, la Historia o el Arte, e independientemente que desde alguna de esas materias parezca más adecuado hacerlo, deben comprometerse con la formación integral y el proyecto vocacional de sus educandos. Hoy está claro que la propia disciplina (el saber), sumado al testimonio del educador (el ser) son las fuentes que alimentan este necesario y todavía primitivo ejercicio, aunque muchos grandes educadores lo hicieron praxis desde siempre. ¿Cómo, efectivamente, poner a la persona del estudiante, más allá del puro rol que desempeña, en el centro del proceso educativo?, ¿cómo hacerle tomar real conciencia del respeto y compromiso que debe tener con el medio natural que lo cobija y con las personas con quienes convive?, ¿cómo mostrarle modelos y permitir que en él se discierna lo bueno y lo malo y se implementen conductas consecuentes con ello?, ¿cómo, efectivamente, ayudar a su reflexión permanente, al desarrollo de sus inteligencias, a discernir, pensar y actuar críticamente?; son las cuestiones que hay que abordar e intentar satisfacer. Lo declarativo, hasta ahora, no merece dudas, la encarnación de lo que se declara en el aula sigue siendo un gran desafío.

A manera de conclusión

Genuinamente preocupados en este empeño nacional que supone aumentar la calidad de la educación en Chile, una decisión radical e ineludible apunta a mejorar la formación de los profesores. Entre los factores más relevantes del aprendizaje de un estudiante, en cualquier nivel de la educación sistemática en que se sitúe, la imagen del profesor y la confiabilidad que le dispensen sus alumnos y todos los agentes del proceso educativo, ocupa siempre un lugar preferente. Las facultades de educación y las escuelas formadoras de profesores tienen en este tiempo y tendrán, más aún, en el futuro, una grave responsabilidad en este sentido. Nada o muy poco se avanzará si, más allá de la disposición de generosos y sofisticados recursos técnicos, la decisiones administrativas que apunten a menores alumnos por salas y mayor tiempo no lectivo para los profesores, incluso, el justo aumento de las remuneraciones de los maestros; no se pone atención a este aspecto crucial: el mejoramiento de la formación de los profesores. Abordar responsable y seriamente estos desafíos ayudaría a avanzar verdaderamente en esa dirección: una mejor educación para Chile.


Talca, julio 2015.