PEDAGOGÍA DIFERENCIADA EN EDUCACIÓN SUPERIOR: IMBRICACIONES ENTRE LA EQUIDAD Y LA SEGMENTACIÓN EDUCATIVA EN ESTUDIANTES “PRIMERA GENERACIÓN”

DIFFERENTIATED PEDAGOGY IN HIGHER EDUCATION: IMBRICATIONS BETWEEN EQUITY AND EDUCATIONAL SEGMENTATION IN "FIRST GENERATION" STUDENTS



CARMEN GLORIA JARPA ARRIAGADA
Universidad del Bío-Bío
Grupo Familia, Escuela y Sociedad (FESOC)
DOI: http://doi.org/10.29035/ucmaule.53.9


RESUMEN

El ensayo articula el principio de equidad educativa con el concepto de educación diferenciada para nutrir el análisis del fenómeno de los alumnos “Primera Generación” en la educación superior. El surgimiento en Chile de este nuevo conglomerado en educación terciaria, y sus consecuencias en el acto pedagógico, nos interpela a reflexionar sobre la necesidad de brindar una formación universitaria que considere las diferencias pedagógicamente significativas en este tipo de estudiante. Tres son las dimensiones en torno a las cuales se construye nuestro ejercicio argumentativo: el acceso a la educación superior en Chile y sus profundas transformaciones; la equidad como principio ético consustancial al acto pedagógico; y finalmente, la conceptualización de la pedagogía diferenciada como una respuesta posible a una educación superior más humanizante. Finalmente, el texto teoriza sobre algunas consideraciones vinculadas a la concomitancia entre la segmentación educativa chilena, la irrupción de jóvenes de diverso capital cultural en la educación terciaria y los desafíos pendientes para sentar las bases de una propuesta pedagógica de inclusión en educación superior, que supere los límites de las políticas compensatorias meramente socioeconómicas.

Palabras clave: Educación diferenciada, Equidad, Segmentación educativa, Primera Generación.



ABSTRACT

The essay articulates the principle of educational equality with the concept of differentiated education to nurture the analysis of “First Generation” students in Higher Education. The emergence in Chile of this new conglomerate in tertiary education and its consequences in the pedagogical act, challenges us to reflect on the need to provide a university education that considers the significant pedagogical differences in this type of student. There are three dimensions in which this argumentative exercise is built around: access to higher education in Chile and its profound transformations; equality as an ethical principle inherent to the pedagogical act and; the conceptualization of the differentiated pedagogical as a possible response to a more humanizing higher education. Finally, its theorizes on some considerations related to the concomitance between the Chilean educational segmentation, the irruption of young people of different cultural capital in the tertiary education, and the pending challenges to lay the foundations of a proposed pedagogical of inclusion in higher education, that exceeds the limits of  purely socioeconomic compensatory policies.

Key Words: Differentiated education, Equality, Educational Segmentation, First Generation.



INTRODUCCIÓN

En Chile, el acceso a la educación superior experimentó un explosivo crecimiento en los últimos treinta años. Sin embargo, a pesar de ser un sistema que ha resultado muy exitoso en la expansión de su cobertura, no se registraron similares logros en lo referido a trayectoria académica y eficiencia terminal. En este escenario, la democratización del acceso, la diversificación y la masificación del sistema terciario transformaron el perfil del estudiante universitario, dando espacio a la irrupción de un nuevo sujeto en la escena educativa, denominado “Primera Generación”. Esta entidad teórica hace mención al estudiante que ingresa a la formación universitaria sin que sus padres lo hayan logrado.

La configuración de este nuevo conglomerado estudiantil se presentó de un modo paulatino, pero en la actualidad se posiciona en magnitudes relevantes. Del total de la matrícula que accede al primer año de un programa de educación terciaria, alrededor de un 70 % son estudiantes “Primera Generación” (Consejo Superior de Educación, 2007). Esto significa que, para una proporción significativa de alumnos y familias, esta es la primera conexión o vínculo con el sistema de educación superior. En efecto, los estudiantes “Primera Generación” en la educación superior chilena son jóvenes pertenecientes a las familias más vulnerables del país, es decir, aquellos que socioeconómicamente se encuentran en los tres quintiles más bajos de ingreso.

En el contexto descrito, la creciente participación en la educación superior de los alumnos con un nivel socioeconómico más bajo nos confronta con una realidad paradójica. Por un lado, resulta irrefutable que hoy en día estos jóvenes logran acceder a un nivel educacional que anteriormente estaba reservado a los estratos más privilegiados de la sociedad chilena. Por otro lado, existe suficiente evidencia de que estos individuos hacen frente a este nuevo hito en su ciclo vital con escasa equidad. Efectivamente, muchos de ellos, además de provenir de familias de los más bajos quintiles de ingreso, han vivenciado una educación primaria y secundaria segmentada, a partir de la división social de compartimentos estancos y cargan con una historia de desigualdades, que no se revertirán automáticamente por el hecho de ingresar a la educación superior.

Situados en este escenario, nos proponemos articular los conceptos de equidad y “educación diferenciada” con el propósito de explorar la interrogante que anima este ensayo: ¿Cuál es el objeto de estudio del docente en el contexto universitario?. Nuestra respuesta es que, en el contexto de la educación superior, el objeto de estudio del docente universitario son las diferencias humanas pedagógicamente significativas. La reflexión entiende que la docencia universitaria puede ser ejercida, y así lo es, por sujetos que no necesariamente tienen formación pedagógica. Ciertamente, esto supone la aceptación de una realidad irrebatible en las aulas universitarias: los académicos no son, necesariamente, pedagogos de formación. No obstante, la evidencia indica que estos académicos realizan un acto pedagógico, pues se vinculan con estudiantes en formación y desarrollan estrategias didácticas y evaluativas encaminadas a la enseñanza de un campo disciplinar y profesional específico. Sin duda, esta acción pedagógica, contando o no con la formación suficiente, produce un impacto en los jóvenes que participan de esta experiencia trascendental en la co-construcción de capital humano.

La tesis que orienta nuestra reflexión es la “privatización del fracaso” (Donoso & Schiefelbein, 2007) como explicación al mal rendimiento y a la deserción o abandono temprano de la educación superior de los estudiantes que conforman el cluster “Primera Generación”. En este sentido, afirmamos que la educación superior en Chile no ha conseguido integrar suficientemente la noción de la equidad como un principio ético, además existe la necesidad de implementar estrategias de educación diferenciada para responder de manera suficiente a los requerimientos peculiares de este nuevo conglomerado de jóvenes en educación terciaria. En todo caso, las diferencias humanas pedagógicamente significativas no forman parte integrante del acto pedagógico realizado en las aulas universitarias, lo que contribuye al abandono temprano, a la deserción y a la frustración de miles de estudiantes.

Para fundar nuestra tesis, presentaremos antecedentes sobre el acceso en educación superior, además reflexionaremos sobre el concepto de equidad en este nivel educativo y precisaremos conceptualmente la educación diferenciada como estrategia a incluir en las aulas universitarias como mecanismo de retención de estudiantes. También, discutiremos desde una perspectiva crítica la concomitancia entre la segmentación educativa, la equidad y la posible implementación de la educación diferenciada en las aulas universitarias. En el apartado final detallaremos la síntesis conseguida en el ejercicio argumentativo.

I.    Acceso a la educación superior en Chile

Los principales cambios experimentados en la educación superior en Chile se podrían resumir en tres: (i) la expansión (tanto de la matrícula como del número de instituciones disponibles); (ii) la diversificación y, (iii) la mercadización del sistema (Brunner & Uribe, 2007). Ciertamente, el incremento sustantivo de la cobertura en la educación superior en Chile ha ocasionado una mayor democratización en el acceso al sistema. En efecto, diversos estudios muestran que el acceso creció significativamente desde 1980 , llegando en el año 2011 a cifras similares a las registradas en los países de la OCDE. Ese año en Chile, las tasas netas de matrícula en educación superior para jóvenes de 19 y 20 años de edad corresponden a 40 % y 45 % respectivamente, siendo ambas superiores al promedio de la OCDE, de 32 % y 38 %, respectivamente. Este resultado se condice con el aumento entre 2007 y 2011 de la tasa neta de matrícula para la población entre 20 y 29 años de edad. Si el año 2007 esta llegaba a 20 %, en 2011 alcanzó 27 % (un punto porcentual bajo el promedio OCDE) (Ministerio de Educación, 2013).

La explosiva ampliación en el acceso se explica por el aumento de la matrícula como resultado del crecimiento del número de instituciones de educación terciaria disponible, especialmente, por el aumento sustancial de la oferta privada en educación superior. Asimismo, numerosas investigaciones evidencian que la mejoría en el acceso también ha alcanzado a los jóvenes más vulnerables del país, que anteriormente se encontraban excluidos de la educación superior (Bravo & Manzi, 2002; Castillo & Cabezas, 2010; Donoso & Cancino, 2007; Espinoza, 2013; Espinoza & González-Fiegehen, 2011, 2011, 2015; García-Huidobro & Bellei, 2003; Valenzuela, Belleï, & De los Ríos, 2010). Adicionalmente, los estudios realizados coinciden en que el crecimiento de la cobertura ha mantenido la brecha entre los más ricos y los más pobres. En efecto, según Uribe et al. (2008), de acuerdo con los datos de la encuesta CASEN en el lapso 1990-2003, mientras en el quintil I la cobertura varió de 4 % a 15 %, en el quintil V esta creció de 40 % a 74 %. En otras palabras, mientras un joven de quintil I accede a la educación superior, cinco jóvenes del quintil V lo hacen, cuestión que revela una de las características más notorias de nuestro país: la desigualdad1 . En suma, este incremento explosivo de las últimas décadas no ha logrado eliminar la brecha entre las posibilidades de acceso de los jóvenes de menores ingresos y los de mayores ingresos en nuestro país.

II.    Deserción en educación superior en Chile

Las altas tasas de deserción y bajas tasas de graduación en Latinoamérica se han convertido en un asunto de creciente interés para las instituciones de educación superior. Tinto (1989) define la deserción como el proceso de abandono voluntario o forzoso de la carrera en que se matricula un estudiante por la influencia positiva o negativa de circunstancias internas o externas al estudiante. Por su parte Himmel (2002, p.95) señala que la deserción puede entenderse como “el abandono prematuro de un programa de estudios antes de alcanzar el título o grado y, considera un tiempo suficientemente largo como para descartar la posibilidad de que el estudiante se reincorpore”. Ambas definiciones nos indican que este fenómeno aparece como consecuencia de una variedad de factores, tanto internos como externos.

 Efectivamente, la literatura existente sobre el tema (Acuña, 2012; Castaño, Gallón, & Vásquez, 2008; Consejo Superior de Educación, 2007; Díaz, 2008; Espíndola & León, 2002; González-Fiegehen, 2005a; Himmel, 2002; Quites & Laya, 2010; Tinto, 1989) indica que la deserción se asocia a factores relativos a la condición socioeconómica y cultural de los estudiantes, así como a las características de las instituciones donde los alumnos cursan sus estudios. Ciertamente, la complejidad del fenómeno está produciendo que las cifras se vuelvan preocupantes y se comience a poner atención a su magnitud y desarrollo.

Algunos estudios latinoamericanos (De los Rios y Canales, 2007; Castaño et al., 2008; Quites y Laya, 2010; Acuña, 2012; Olave-Arias, Rojas-García, Cisneros-Estupiñán y others, 2014) vinculan el abandono parcial o total de una carrera universitaria a razones académicas como el déficit en la lectura y la escritura o a factores socioeconómicos. Específicamente, se reconoce que en los sujetos juveniles más vulnerables opera una combinación de responsabilidades académicas, familiares y económicas que les impedirían integrar estudios y trabajo, precipitando su abandono temprano. De esta manera, en el contexto latinoamericano, se observa que para la gran mayoría de los estudiantes universitarios es el factor socioeconómico el que, en última instancia, determina si este culmina los estudios o si los abandona (Fernández, 2015).

La deserción en Chile constituye hoy un problema de envergadura en educación terciaria, tanto como elemento a considerar en los procesos de aseguramiento de la calidad como en la búsqueda de un sistema de gestión más eficiente. De acuerdo con las cifras entregadas por el Ministerio de Educación (2013a), en Chile, más del 50 % de quienes acceden a la educación superior no concluyen el programa en el que se matricularon inicialmente. Himmel (2002) coincide con esta cifra y agrega que la mayor proporción de la deserción se produce durante el primer año de estudio. Esta evidencia es concordante con los estudios del Consejo Superior de Educación (2007), que indican que un significativo número de estudiantes abandona su carrera en primer o segundo año, siendo menor la proporción de alumnos que desertan a medida que se avanza en el proceso formativo. Según el ya citado organismo, la proporción de individuos con educación superior completa en Chile es relativamente pequeña. La matrícula bruta de educación superior alcanza al 42 % en el país, pero solo un 13 % de la población chilena entre 25-64 años cuenta con estudios superiores (Ministerio de Educación, 2013b). Esto quiere decir que solamente 1 de cada 10 chilenos completa una carrera en la educación superior. Como podemos suponer, desertar de una carrera universitaria acarrea consecuencias personales, familiares y, por supuesto, una pérdida considerable de recursos, tiempo y esfuerzos.

En relación al sujeto “Primera Generación” en la universidad, las cifras de deserción son aún más adversas. Al respecto, Díaz (2008) señala dos cuestiones importantes: primero, que los alumnos provenientes de colegios municipalizados conforman la mayoría del total que ingresa a la educación superior; y, segundo, que son estos los que presentan los mayores indicadores de deserción en todo el sistema de educación terciaria. En la misma línea, González-Fiegehen (2005) afirma que el incremento de la población estudiantil universitaria ocurrirá en los quintiles de menores ingresos, quienes debido a su menor capital cultural,  tienen más riesgo de repitencia y de deserción. En consecuencia, los datos indican la probabilidad de aumento de las cifras de deserción, a menos que se consoliden políticas y estrategias adecuadas para su afrontamiento. Estas estrategias deben estar alojadas en las propias instituciones de educación superior.

Por tanto, en el contexto actual, la mirada se está volcando a las estrategias que las universidades deben implementar para “hacerse cargo” de la deserción. Al respecto, De los Ríos y Canales (2007) señalan que la organización académica juega un rol importante en la explicación de la deserción; particularmente se refieren a la calidad de las instituciones y a los soportes que estas brindan a los alumnos. Estudios que se aproximan a este tema (Braxton, Shaw, & Johnson, 1997; Fielding, Belfield, & Thomas, 1998; Light & Strayer, 2000; Tierney, 1999; Tillman, 2002) enfatizan la importancia de aspectos como: la calidad de la docencia (el proceso de enseñanza y los profesores); los beneficios (apoyos académicos y de salud); las actividades complementarias (culturales y deportes); las experiencias de los estudiantes en el aula; la disponibilidad de recursos bibliográficos y de laboratorios; y el número de alumnos por profesor. La relación de todas estas circunstancias se constituirían en variables significativas que dan cuenta de la calidad de las instituciones, las cuales influyen en la decisión de desertar de la educación terciaria.

En un estudio en Latinoamérica y el Caribe, González-Fiegehen (2005) concluye que entre las causas de la deserción atribuibles al sistema universitario y a las propias instituciones están: el incremento de la matrícula, particularmente en los quintiles de menores ingresos que requieren de mayor apoyo debido a su deficiente preparación previa; la carencia de mecanismos adecuados de financiamiento del sistema en especial para el otorgamiento de ayudas estudiantiles, créditos y becas; las políticas de administración académica (ingreso irrestricto, selectivo sin cupo fijo o selectivo con cupo); el desconocimiento de la profesión y de la metodología de las carreras; el ambiente educativo e institucional y la carencia de lazos afectivos con la universidad. Todo lo anterior, refuerza la idea de que las universidades no solo tienen, sino que “deben” hacerse cargo de este fenómeno, ya que está generando consecuencias en su eficiencia y eficacia. En efecto, desde el año 2006 el sistema de financiamiento estudiantil a través del Arancel de Referencia y de la Ley Nº 20.027, incorporó la deserción estudiantil como indicador de evaluación institucional de las instituciones de educación superior (Díaz, 2008). Asimismo, en el estudio de (Brunner & Meller, 2004) se señala que podrían estar incidiendo en las bajas tasas de eficiencia del sistema de educación superior factores tales como la falta de flexibilidad curricular, la ausencia de sistemas adecuados de progresión de los alumnos, problemas en los procesos de selección en la entrada al sistema, entre otros aspectos. El enmarañado tejido de factores y de variables que conforman el contexto estructural de la deserción de jóvenes estudiantes “Primera Generación” nos llevan a reflexionar sobre las acciones emprendidas hasta el momento para afrontar el fenómeno de la deserción.

En cuanto a las estrategias de afrontamiento de las universidades, algunos investigadores (González y Uribe, 2002; Acuña, 2012; Olave-Arias et al., 2014; De Morgado, 2015)  afirman que las instituciones de educación superior aún no habrían dimensionado la real magnitud del fenómeno y, por ende, no han modificado sustancialmente sus prácticas docentes, soslayando las necesarias adaptaciones que requiere la nueva población estudiantil. De este modo, se persiste en la modalidad de clase presencial, la enseñanza sigue centrada en la clase expositiva y los profesores no manejan suficientemente herramientas pedagógicas actualizadas.

Con respecto a las consecuencias de la deserción, de acuerdo al trabajo de González-Fiegehen (2005), existen tres tipos de consecuencias: las sociales, las institucionales y las personales. Entre las consecuencias sociales están: la retroalimentación del círculo de la pobreza; la generación de una “capa social” de frustrados profesionales; el aumento del subempleo; el incremento del costo para el país de la educación asociada a una suboptimización de los recursos debido al costo de la deserción. Entre las consecuencias institucionales destacan la limitación para cumplir la misión institucional y un descenso en los índices de eficiencia y calidad; las implicancias económicas debido a los menores ingresos por matrícula y los costos adicionales para las universidades. Finalmente, entre las consecuencias personales se encuentran: la frustración y la sensación de fracaso de los repitentes y desertores con los consiguientes efectos en su salud física y mental. Asimismo, se produce una pérdida de oportunidades laborales dadas las menores posibilidades de conseguir empleos satisfactorios y la postergación económica por salarios más bajos, con los consiguientes impactos en los costos en términos individuales y familiares.

III.    Equidad en la educación superior

Hablar de equidad en educación superior puede resultar dificultoso. Esta complejidad se asocia a la frecuencia con la que se confunde equidad e igualdad. Casassus (2003) precisa que la igualdad es un concepto que pertenece al ámbito jurídico y que se expresa en reconocer a los ciudadanos los mismos derechos. En cambio, la equidad se encuentra en el territorio de la ética. En este plano, no operan los deberes de la ley, sino más bien los deberes de la conciencia. Así entendida, la equidad consiste en dar a cada uno lo que merece y, por tanto, complejiza el concepto de igualdad. Ciertamente, desde la noción de igualdad, todos deben recibir objetivamente lo mismo y como resultante podemos llegar no solo a justificar sino a naturalizar la homogenización. La equidad en educación, en cambio, busca entregar a cada estudiante un proceso educativo de acuerdo a sus necesidades, las que inevitablemente van a estar relacionadas con su capital social y cultural.

En tal sentido, adherimos a la precisión de Bolívar (2005) cuando afirma que la equidad aplicada a la educación gira hacia un enfoque de justicia escolar, esto es, se ocupa de resolver la situación de los más desfavorecidos. Por tanto, la equidad debería operar cada vez que sea necesario corregir lo que las circunstancias sociales, económicas y culturales no han proveído suficientemente a todos los chilenos. A nuestro juicio, este concepto se torna un territorio aún más problemático cuando nos referimos a la equidad aplicada a la educación superior. En concreto, la equidad aplicada a educación entendida como un derecho garantizado, alcanza exclusivamente a la educación primaria y secundaria en Chile, pero no resulta aplicable de manera categórica a la educación terciaria. En esta última, predomina una óptica vinculada a no obstaculizar el acceso a todos los que cumplan con determinados “requisitos”, pero no se concibe como un acceso universal.

García-Huidobro y Bellei (2003) afirman que la universalización de la educación superior en Chile no se constituyó en una meta; más bien, el propósito se entendió ligado a la igualdad de oportunidades vinculadas al acceso. No obstante lo anterior, plantean que un modo más riguroso de medir el grado de equidad existente en este ciclo educativo es comparar las diferencias de probabilidad de acceso a la educación superior, asociadas con el nivel de ingreso familiar. De esta manera, un indicador que se puede usar para medir el grado de equidad del sistema educativo chileno es la probabilidad que tiene un segmento social en acceder a la educación superior y si esta probabilidad se distribuye equitativamente en todos los segmentos sociales (Castillo y Cabezas, 2010). A partir de esta concepción, resulta relevante revisar la concomitancia entre la segmentación educativa experimentada en la educación primaria y secundaria, y cómo esta podría predecir no solo el acceso a la educación terciaria, sino la trayectoria de jóvenes provenientes de las familias más vulnerables del país.

La segmentación educativa en Chile es relevante y se constituye en un problema político, social, económico y cultural, que puede socavar las bases de la convivencia y de la paz social. La profundización de este fenómeno fue fomentado, entre otros factores, por el paradigma de la eficiencia amparado en una lógica de “mercado” educacional (García-Huidobro, 2007). Una nefasta consecuencia fue el fraccionamiento del sistema escolar según el origen de clase de sus poblaciones; esto, si bien constituye una tendencia histórica en nuestro país, derivó en el establecimiento de ghettos, es decir, los estudiantes de sectores socioeconómicos similares asisten a las mismas escuelas y no tienen ninguna posibilidad de vincularse con estudiantes de un origen social distinto.

Otra derivación de la segmentación es su incidencia sobre los logros educativos de los estudiantes, en especial, cuando el nivel socioeconómico y el capital cultural de las familias aparecen como los principales factores que explican las diferencias de rendimiento, tanto entre los estudiantes como entre los establecimientos (Bravo & Manzi, 2002; Donoso & Schiefelbein, 2007; González-Fiegehen, 2005b; Muñoz, 2012; Román, 2013). De esta manera, la consolidación y naturalización de las profundas brechas de calidad y pertinencia de la oferta educativa chilena instala en el sistema de educación superior un indiscutible mecanismo de prolongación de la segmentación social y educativa de nuestro país.

En este punto, surge una de las paradojas más desafiantes del sistema educativo en la educación superior, esto es, la tensión existente entre la excesiva homogeneización y la inexorable diversidad que coexiste en las aulas universitarias. Al respecto, García-Huidobro y Bellei (2003) afirman que el principio de equidad ha derivado en un constante proceso de “estandarización” del servicio educacional: la organización basada en clases, la enseñanza distribuida en grados secuenciales, la escolaridad obligatoria, la profesionalización de los docentes, el curriculum nacional obligatorio, el calendario escolar y los sistemas de evaluación estandarizados. En consecuencia, emerge la contradicción: tenemos un sistema que tiende a la estandarización, sin embargo, el incremento de la matrícula debido al mayor acceso ha tenido implicancias en una mayor heterogeneidad del alumnado que ingresa a la educación superior. Efectivamente, las personas de sectores en desventajas (por razones socioeconómicas, de género o etnia) que ingresan a la educación superior son las que han logrado sobrevivir a una historia de desigualdades heredadas desde la cuna. Esta confirmación nos plantea interrogantes acerca de la permanencia en educación superior. Si un joven, proveniente de los tres más bajos quintiles de ingreso, ha logrado sortear con éxito los obstáculos de una educación primaria y secundaria y consiguió obtener un puntaje “suficiente” para ser seleccionado en una universidad: ¿será tratado como un igual respecto a los otros que provienen de un nivel socioeconómico y cultural mayor? ¿dispondrá de las competencias para sortear los escollos que le presente la educación superior?

En el escenario descrito, adherimos a la posición de Espinoza y González-Fiegehen (2015) para quienes la equidad no depende solo de un mayor acceso a la educación superior sino que, también, debe hacerse cargo de las reales probabilidades de avanzar en los estudios universitarios, graduarse y transitar exitosamente al mundo del trabajo. Estas posibilidades aparecen necesariamente conectadas con el accionar pedagógico de los docentes universitarios. A continuación nos referiremos a ello, descifrando el concepto de educación diferenciada.


IV.    La educación diferenciada: una lectura crítica de su posible aplicación en educación superior

Como se mencionó en el apartado anterior, el proceso de masificación de la educación en todos sus niveles y la aplicación restringida del principio de equidad hizo que la organización educativa adoptara una intensa estandarización. Para Fernández (2008), el modelo fundacional del sistema educativo respondió a un mandato de homogeneización y eliminación de las diferencias que, junto con una tradición normalizadora y centrada en la disciplina, colaboró al establecimiento de una educación hegemónica.

Las respuestas de la pedagogía a esta fenoménica se tradujo en la identificación de algunas alternativas a la creciente homogeneización. En la revisión realizada, emergen términos como la pedagogía diferencial, la educación diferencial y la educación inclusiva. Sin embargo, en el reconocimiento de las diferencias al interior del aula también podríamos incluir aportes como la Educación Popular de Paulo Freire, el modelo Montessori o la filosofía Waldorf. En este escenario, hemos hecho una opción por centrar la educación diferenciada a partir del hito histórico de la Conferencia de la UNESCO en 1990, cuando a partir de las evidentes desigualdades sociales en el cumplimiento del derecho a la educación y en varios otros derechos humanos fundamentales, se levanta la idea de una “Educación para todos”. Este hito marca el nacimiento de la educación inclusiva. Para efectos de este ensayo, adoptaremos el concepto de pedagogía diferencial o educación diferenciada, con la intención de alejarnos de la idea de una educación para los sujetos con capacidades diferentes bajo la connotación de Necesidades Educativas Especiales.

De las revisiones del concepto de pedagogía diferencial podríamos sintetizar que los elementos comunes o esenciales a esta perspectiva son la identificación y reconocimiento de las diferencias humanas y la adecuación de la educación a esas diferencias (Aguado & Jiménez, 1998; M. Fernández, 2008; M. Á. González, López, & Tourón, 1991). Por lo tanto, la pedagogía diferencial consistiría en la adecuación del proceso educativo a las diferencias significativas de los educandos y sus implicancias, en el sentido que dichas características o condiciones afectan la calidad del proceso y del producto educativo.

Lo que parece quedar en evidencia es que la “idea” de alumno estándar o de estudiante promedio contradice las evidencias sobre la variabilidad humana y no parece ser una experiencia recurrente dentro del aula (García, 1985; Sepúlveda, 2006; Tomlinson, 2008). Es más, algunos plantean que toda la educación debería ser “diferenciada” y no solo cuando se persigue la atención de necesidades específicas desde el género, la etnia, las clases sociales o las capacidades distintas. No obstante lo anterior, García Hoz (1985) nos explica que el educador en la noble misión de enseñar puede olvidar la singularidad de cada individuo y el derecho que cada persona tiene a construir su propia vida.

En Chile, Nolfa Ibañez ha logrado establecer en su larga trayectoria investigativa que la competencia profesional más disminuida en las prácticas docentes es justamente la atención a la diversidad (Ibáñez, 2010a, 2010b; Ibáñez, Barrientos, Delgado, Figueroa, & Geisse, 2004; Ibáñez, Díaz, Druker, Rodríguez, & Smith, 2008; Ibáñez Salgado, 2001). De esta manera, la educación parece incluir inevitablemente un “habitus” que tiende a imponer una lógica, un modelo de enseñanza que opera desde la arbitrariedad cultural y la violencia simbólica ((Bourdieu y Passeron, 1998). Desde esta perspectiva, toda cultura académica es arbitraria, puesto que su validez proviene únicamente de la consolidación de la cultura de las clases dominantes, impuesta a la totalidad de la sociedad como evidente saber objetivo. A no dudarlo, para vencer las resistencias de las formas culturales antagónicas, el sistema escolar necesita recurrir a la violencia simbólica, que puede tomar formas muy diversas e incluso extraordinariamente sofisticadas, pero que tiene siempre como efecto la desvalorización, el empobrecimiento y la deslegitimación de toda otra forma cultural. En suma, la educación juega un papel relevante en el objetivo simbólico de dominación y de sumisión de los portadores de un capital cultural o social no compatible con el bloque hegemónico dominante.

Ahora bien, la mención que hacemos a la teoría de Bourdieu tiene el propósito explícito de apuntar a que la mirada de la “diferenciación” también podría ubicarnos en el territorio de naturalizar una percepción sesgada del estudiante de “alta vulnerabilidad”, de una “clase social” desventajada, de un joven “pobre”, sin condiciones para la educación superior. Si legitimamos esta mirada estaríamos actualizando la lógica de la violencia simbólica, justificando que el sistema educativo adopte como medidas de equidad bajar la exigencia a estos estudiantes ofreciéndoles, paradojalmente, menos oportunidades para aprender y, a la vez, disfrazando la equidad con interacciones diferentes y diferenciantes que llevan a la discriminación (Sepúlveda, 2006). Por consiguiente, una mirada a la educación diferenciada en educación superior debe hacerse desde el aula en tanto espacio de convivencia y, desde el currículo y la enseñanza de alta calidad, como espacio ineludible de los aprendizajes. Esta perspectiva es apoyada por Tomlinson (2008), quien sostiene que aún contando con un currículo y una enseñanza de alta calidad, el propósito de ayudar a cada alumno a encaminar su vida a través de la educación pasa necesariamente por la construcción de puentes entre el estudiante y el aprendizaje.  La diferenciación eficaz, entonces, pasa por la sinergia entre tres condiciones: el reconocimiento de las diferencias, el uso del curriculum y de la enseñanza y la creación de los andamiajes necesarios para el tránsito del estudiante hacia el aprendizaje.

Desde una perspectiva crítica, Apple (1997), sostiene que el rol social, ideológico y económico del aparato educacional ha apuntado a tres grandes actividades: la acumulación; la legitimación y la producción. El proceso de acumulación se asocia a la generación de las condiciones necesarias para recrear una economía generadora de desigualdades. Lo anterior, se realiza a través del proceso de clasificación y selección de estudiantes en base al “talento”. De esta manera, los estudiantes son ordenados en forma jerárquica sobre la base de las formas culturales de los grupos dominantes (Bernstein, 2003; Bourdieu & Passeron, 2000, 2003), y se les ofrece un modelo de instrucción que selecciona valores, normas, habilidades, conocimientos y disposiciones que dependen de su capital social y cultural. La legitimación opera a través una compleja estructura mediante la cual se normalizan grupos sociales y se re-crean, mantienen y construyen las ideologías sociales y culturales dominantes (Apple, 1997). De este modo, los sistemas educativos constituyen agentes de legitimación y para poder cumplir esta función tienden a describirse a sí mismos como meritocráticos y en búsqueda de una mayor justicia social y económica para todos los ciudadanos. A no dudarlo, alimentan la creencia de que ellas mismas y otras instituciones de la sociedad se interesan por toda la población, sin discriminación o segregación. Una de las consecuencias de este fenómeno, es la naturalización de la estratificación social y como producto de esta, de la segmentación social. Finalmente, la producción se incentiva a través de la supremacía del conocimiento técnico-administrativo para la expansión de los mercados, para la estimulación artificial de nuevas necesidades de consumo, para el control y la división del trabajo, en fin, para el control cultural.

Una línea de investigación que refuta la teoría de la reproducción defendida desde el paradigma sociocrítico es el acercamiento cualitativo hecho por Willis (1988),  con respecto a la resistencia cultural juvenil. El eje central de la investigación de Willis se centró en describir y explicar como la formación de la contra cultura escolar obrera, paradojalmente, acaba por legitimar la propia institución escolar y, en consecuencia, la estructura de clases de la sociedad. En otras palabras, sería el propio rechazo de la inculcación ideológica dominante el que acaba por reproducir las diferencias educativas y posterior división desigual del trabajo (Willis, 1988). En cualquier caso, y desde las distintas explicaciones que podamos rescatar para el debate, lo que parece indudable es que el espacio educativo se constituye en una dimensión trascendente para el ser humano, en tanto sujeto que aprende, no solo contenidos o materias, sino que aprende a vivir con otros en un espacio de convivencia. En palabras de  Antelo (2007), existe una dimensión del espacio escolar que favorece el aprendizaje de las habilidades necesarias e imprescindibles para vivir en comunidad, sin embargo, esta ha sido insuficientemente analizada en clave pedagógica. Sin duda, la educación diferenciada podría tener el potencial de hacerse cargo de ella.

Ya instalados en la dimensión de la educación diferenciada, podemos inferir que su aplicación en la educación superior tendría estrecha relación con la necesidad de ampliar las oportunidades de aprendizaje para todos los estudiantes. Esta ampliación exige diseñar una enseñanza que favorezca la implementación de ayudas ajustadas para que todos puedan aprender y desarrollar las competencias que les habilitarán en el ejercicio profesional específico. En particular, y de acuerdo al origen social de los estudiantes “Primera generación” resulta de gran importancia la aplicación de políticas compensatorias y los dispositivos tendientes a dar respuesta a sus necesidades socioeconómicas. Sin embargo, según Donoso y Schiefelbein (2007), el sistema universitario tiende a desprenderse de su cuota de responsabilidad sobre los resultados educativos del estudiante y “privatiza” el fracaso (repitencia y deserción) como un fenómeno atribuible exclusivamente al estudiante y no como un proceso en el cual a la universidad le corresponde la provisión de los recursos adecuados (docentes, infraestructura, equipamiento) para que todos los jóvenes alcancen los aprendizajes esperados. En consecuencia, ampliado considerablemente el “acceso” a la educación superior, el esfuerzo debería ir en la dirección de garantizar la equidad. Aquí aparecen como necesarios dispositivos encaminados a optimizar la focalización de los recursos destinados a programas de ayudas estudiantiles, sin embargo, sería restrictivo pensar que solo el componente económico constituye una llave para la solución. Resulta urgente que las políticas de equidad incluyan el proceso educativo y no solamente las condiciones de acceso, esto es, acciones orientadas a mejorar la eficiencia docente y la innovación curricular en educación superior.

Un marco teórico en el que puede incluirse la educación diferenciada es la “Ecología de la equidad”, término planteado por Ainscow, Dyson, Goldrick, y West (2012) . Este encuadre nos proporciona una visión más holística del fenómeno al considerar que la equidad de las experiencias y resultados educativos precisa de la sinergia entre factores que se encuentran en cuatro niveles ecológicos: (i) el nivel macrosistémico (políticas, leyes, creencias sobre la inclusión/exclusión); (ii) el nivel exosistémico (instituciones que median entre el macro y el mesosistema-microsistema, lo que incluye a las universidades como centros formadores); (iii) el nivel mesosistémico (la comunidad y sus condicionantes geográficas, socioeconómicas, residenciales, demográficas, entre otras) y; (iv) el nivel microsistémico (prácticas educativas de los profesores). A nuestro juicio, visibilizar un contexto más amplio que el aula nos interpela a comprender que los fenómenos educativos ocurren en un contexto histórico, social, económico y cultural que, necesariamente, subyacen a la práctica docente. Así, el acto pedagógico no solo está condicionado por quienes son sus actores intra-aula, sino también por las condicionantes estructurales.

Ahora bien, desde la lógica de la educación diferenciada, el trabajo al interior del aula en educación superior reviste de gran importancia, ya que las estrategias de enseñanza podrían optimizar los resultados educativos, sobre todo, desde el ejercicio de la autonomía, la responsabilidad en el proceso, la humanización de la relación docente-discente y la comprensión de una fenómeno global, que debe llamarnos a respuestas globales, recursivas y sinérgicas. En suma, la construcción de una acción pedagógica requiere de un profundo sentido de comunidad, entendiendo que la experiencia educativa es trascendente en nuestra formación como humanos, como estudiantes, como ciudadanos, como sujetos de derecho. En esta experiencia se necesita de alteridad, se requiere de un otro, significativo, recíproco y legítimo.

Consideraciones finales

Resulta irrefutable que Chile ha experimentado un explosivo aumento del acceso a la educación superior. En efecto, las cifras indican que hoy más de un millón de jóvenes logra acceder a este nivel educativo, alcanzando históricas tasas de cobertura en el rango etario de los 18 a los 24 años. Esta tendencia ha configurado un nuevo conglomerado de estudiantes denominados “Primera Generación”. La irrupción de este nuevo sujeto en educación terciaria devela la necesidad de que el acto educativo considere las diferencias pedagógicamente significativas en estos estudiantes, con miras a entregar a cada uno lo que realmente necesita para su completa formación profesional.

La pregunta que motivó este ensayo fue ¿Cuál es el objeto de estudio del docente en el contexto universitario?. A nuestro juicio, en el contexto de la educación superior el objeto de estudio del docente universitario son las diferencias humanas pedagógicamente significativas. Para construir la respuesta adoptamos una mirada crítica y nos apoyamos en la tesis de la privatización del fracaso en educación superior. Afirmamos que en el nivel de educación terciaria sigue primando una lógica de la equidad vinculada a la estandarización y la homogeneidad, como resultante de un énfasis en la igualdad. En efecto, la equidad, vista como un principio ético fundante de las relaciones humanas, aún tiene una presencia insuficiente en el contexto universitario. A partir de esta reflexión, vinculamos la equidad con el concepto de educación diferenciada como una alternativa a aplicar cuando estamos frente a diferencias pedagógicamente significativas.

La educación diferenciada aplicada a educación superior implicaría la adecuación del proceso a las diferencias pedagógicamente significativas de los educandos. Incluiría, también, las implicancias del acto formativo, en el entendido que las características o condiciones diferenciales de los estudiantes afectan la calidad del proceso y del producto educativo. Afirmamos que una concepción holística de la educación diferenciada debe situarse en un marco de referencia global denominado “Ecología de la equidad”. Sin duda, una comprensión más recursiva y sinérgica de los factores imbricados en el proceso educativo nos ofrecerá la posibilidad de construir un acto pedagógico fundado, situado y reflexivo. En este escenario, planteamos que cualquier intento por introducir una consideración genuina a las diferencias pedagógicamente significativas supone hacernos cargo de la segmentación educacional chilena.

Advertimos la fuerte concomitancia entre la segmentación educativa chilena, la irrupción de jóvenes de diverso capital cultural en la educación terciaria y los desafíos pendientes para sentar las bases de una propuesta pedagógica de inclusión en educación superior, que supere los límites de las políticas compensatorias meramente socioeconómicas. En efecto, desde la tesis de la privatización del fracaso, el mal rendimiento, el abandono o la deserción temprana de la educación superior son atribuidas, exclusivamente, a las características del estudiante. Dicha explicación, basada en la vulnerabilidad, en el escaso capital social o cultural o en la condición de precariedad social, es una patente muestra de la vigencia de la violencia simbólica envuelta en un discurso discriminatorio y normalizador.

En suma, para instituir una educación diferenciada en educación superior requerimos de algunas condiciones: (i) reconocer que la introducción de lógicas de mercado en Chile ha configurado un sistema de educación superior ampliamente masivo, diversificado y privatizado, pero además ha consolidado el entronizado sistema de segregación social, económica y cultural que nos mantiene como uno de los países más desiguales dentro del concierto de la OECD; (ii) re-significar el espacio universitario como una dimensión de convivencia humana donde prima la diversidad; (iii) configurar políticas de acción afirmativa que incluyan la práctica pedagógica, el curriculum y los aspectos socioeconómicos.



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[1]Chile es el país más desigual de los países de la OCDE, donde el decil más rico gana 27 veces más que el decil más pobre. Chile registra un índice de Gini de 0, 50. El índice de Gini mide hasta qué punto la distribución del ingreso entre individuos u hogares dentro de una economía se aleja de una distribución perfectamente equitativa. Un índice de Gini de 0 representa una equidad perfecta, mientras que un índice de 100 representa una inequidad perfecta. De esta manera, Chile aparece como el país OCDE con mayor desigualdad en los ingresos y como el cuarto de los 34 países miembros con mayor proporción de pobres.